Este blog contiene material de apoyo del fic "Siempre Quidditch", spin-off ambientado en el mundo de Harry Potter y protagonizado por Bruce Vaisey. Quidditch, amor, amistad, dolor, superación y mucho más, siempre en busca del mismo objetivo: encontrar la felicidad.

domingo, 26 de febrero de 2017

Historia extra: Más sobre Cleo Traymore

Nacida en 1980 en Houston, Texas, Cleo es prima de Jason y la segunda de los cuatro hijos de Lucy y Roger Traymore. De cabello rubio oscuro y penetrantes ojos verdes (heredados por parte de la familia Traymore), fue una Rojo en el Instituto de Salem y al salir se mudó a Chicago con sus mejores amigos, Jack y Sam, donde los tres se convirtieron en aurores. Inteligente, ágil, enérgica y, probablemente, demasiado directa y poco sentimentalista, Cleo siempre fue la chica dura de la familia, y nunca le supuso un problema. O casi nunca.

El Instituto (o Sam y Jack)

La relación de Cleo con Sam y Jack siempre fue especial. Siendo estudiantes de primer año en la División Roja, los tres se conocieron en el primer día en el Instituto, y algo casi magnético les unió de inmediato: tal vez fue su humor cínico y sarcástico, ya muy marcado incluso a sus once años; tal vez fue el brillo de sus ojos, atentos al más mínimo detalle; tal vez fueron sus medias sonrisas que auguraban ideas geniales… O tal vez fue algo completamente diferente. Fuera lo que fuera, se convirtieron en inseparables. Durante mucho tiempo, fue maravilloso… hasta que crecieron y se enamoraron.

Jack, Cleo y Sam (Imagen: Scott Evans, Rooney Mara y Seth Green)

Enamorarse no habría sido un problema si lo hubieran hecho de personas diferentes: tras tantos años juntos, su amistad era lo bastante fuerte como para resistir la entrada de cualquier novio o novia. El problema fue que tanto Jack como Sam se enamoraron de Cleo, y después de que ambos chicos se dieran cuenta de ello, le confesaron juntos la situación a su amiga. Sinceros, directos, sin anestesia y sin ocultar nada: tal como los Rojos suelen hacer.

Cleo huyó de inmediato al escuchar la confesión, abrumada por la realidad, y estuvo evitando a ambos durante los días siguientes mientras intentaba poner su mente en orden. Y entonces, descubrió que el mayor problema no era que sus dos amigos estuvieran enamorados de ella, sino que ella estaba enamorada de los dos. Simple y llanamente, les quería a ambos por igual: no podía elegir a uno de ellos por encima del otro, y podía imaginarse siendo perfectamente feliz junto a cualquiera de ellos… Pero le aterraba perder completamente al otro. Porque Cleo les conocía y sabía qué sucedería. Si decía que estaba enamorada de uno, el otro se alejaría, no solo herido, sino dándoles su espacio para ser felices sin preocuparse por él. Y eso era algo que Cleo ni siquiera quería imaginar. Por lo tanto, tomó su decisión: les dijo que les quería a ambos… como amigos, como hermanos, pero no como algo más. Les mintió y les dolió a todos, pero lo hizo por protección… Si fue por protegerse a ella o al que fuera a ser rechazado, es algo que nunca quiso llegar a decidir. 

Sam y Jack aceptaron sus palabras, y aunque las primeras semanas fueron extrañas, no tardaron mucho en volver a la normalidad y ser los mejores amigos del mundo. La conexión especial que los tres compartían seguía ahí, tal vez más fuerte que nunca, y las muestras de cariño y complicidad incluso se incrementaron, caminando sobre la delgada línea entre los gestos amistosos y los románticos. Una línea que, a pesar del paso de los años, ninguno llegó nunca a cruzar. Sam y Jack tuvieron algunas novias en los años siguientes, que nunca duraron demasiado (Sam llegó a estar con una chica casi tres meses, mientras que el récord de Jack siguió estancado en los veintisiete días de la primera), y las relaciones de Cleo nunca duraron más de una noche.

Pero los tres eran felices, y los años que vivieron juntos en Chicago, primero estudiando en la Academia de Aurores y luego ejerciendo su profesión, fueron tan o más buenos que los años en el Instituto.

La guerra

La vida de Cleo dio un vuelco de la noche a la mañana en cuanto le anunciaron de golpe que se iba a Afganistán, a trabajar con el grupo de magos que estaban ayudando secretamente en la guerra que los muggles estaban librando en ese país. La noticia fue toda una sorpresa para Cleo: sí, había sido de las mejores de su promoción en la Academia de Aurores de Chicago (si no la mejor), y estaba haciendo un buen trabajo, pero no tenía ningún logro excepcional ni precisamente demasiada experiencia, sobre todo en temas de guerra. Y aunque pidió explicaciones, confundida, solo recibió más órdenes. Apenas veinticuatro horas después de que le comunicaran que iba a marcharse, ya estaba en el campamento militar mágico en Afganistán: casi no había tenido tiempo para empaquetar unos cuantos objetos básicos, despedirse de Sam y Jack y hacer la visita más rápida de su vida a la casa de sus padres para decirles que se marchaba.

En cuanto puso un pie en el campamento en medio de las desérticas montañas, no tardó mucho en darse cuenta de que no había muchas mujeres por ahí: apenas un puñado de médicos, enfermeras y cocineras, lo que hizo que comenzara a albergar sospechas al respecto de por qué ella, con sus limitados conocimientos, estaba ahí. Sin embargo, no quiso creer que eso fuera verdad, que le estuviera pasando a ella. Pero las miradas suspicaces e inconformes que se encontraba a todas horas solo hicieron que sus sospechas aumentaran, hasta que la confirmación llegó cuando vio que la habían incluido en el consejo de guerra, sin que ella hubiera hecho absolutamente nada que la hiciera merecer estar ahí, y uno de los oficiales explotó contra su presencia. Y la verdad la golpeó duramente: estaba allí solo por discriminación positiva, porque alguien había pensado que era demasiado desigual que todas las personas en el consejo fueran hombres. Y eso la enfureció.

Porque Cleo había peleado toda su vida para que la respetaran por sus méritos, no por unos ojos bonitos. Quería que la reconocieran porque era inteligente y rápida, porque había sido de las mejores en el Instituto y la primera de su promoción en la Academia, y no por su físico. Y por eso, el saber que simplemente había ido a parar allí porque necesitaban a una mujer auror y ella era joven, guapa y daría una buena imagen, la indignó. Porque sí, estaba en el puesto que aspiraba a tener algún día, pero era terriblemente insultante que se lo hubieran dado para complacer a alguien más y no por los méritos que quería acumular a lo largo de su vida.

Por eso no le importó mucho que la expulsaran del consejo indefinidamente tras su explosión de rabia después de estar ahí solo unos minutos, porque no quería formar parte de ello sin conseguirlo por métodos propios. Pero sí que le importó que las consecuencias fueran pasarse todos los días cumpliendo sus obligaciones a todas horas con el oficial que la había hecho explotar en la sala del consejo, el irritante teniente noruego Ralf Magnussen.
Cleo y Ralf (Imagen: Rooney Mara y Chris Hemsworth)

Si las primeras palabras que cruzaron Cleo y Ralf fueron debidas a una encendida discusión que acabó con ambos expulsados del consejo de guerra, no es difícil suponer que su relación empezó siendo tensa y muy complicada. Forzados a pasar prácticamente todo el día juntos llevando a cabo sus tareas en el campamento militar, en las primeras semanas no se dirigieron la palabra para algo que no fuera estrictamente necesario. Si a Cleo ya no le hacía ninguna gracia estar allí por los motivos por los que estaba, aquellas semanas estuvieron a punto de hacerle renunciar a todo y volverse a casa.

Muy lentamente, las cosas empezaron a cambiar. No mantenían grandes conversaciones, pero sus palabras dejaron de ser cortantes y frías a todas horas. Cleo se vio forzada a aceptar (en su cabeza, nunca en voz alta) que el teniente podía ser un rematado idiota, pero que estaba claro que era excepcionalmente bueno en su trabajo y no había llegado tan joven a la posición en la que estaba por casualidad. Por su parte, Ralf llegó a aceptar que si bien las circunstancias de la llegada de la joven no eran precisamente ideales, no era solo una cara bonita, sino que era lista, aprendía rápido y tenía un gran potencial. Por eso, un día Ralf hizo el esfuerzo de tragarse su orgullo y reconocer ante Cleo que lamentaba haber sido tan idiota el día en que se conocieron. Cleo no respondió en ese momento y le ignoró el resto del día, sorprendida y tratando de asimilar lo que parecía una disculpa del teniente de hielo, pero cuando se reencontraron a la mañana siguiente, la joven aceptó las disculpas y, en un arranque de sinceridad, le agradeció que hubiera sido el único en ser tan brutalmente honesto. De lo contrario, todavía seguiría preguntándose cuál era la verdadera razón por la que ella estaba allí.

A raíz de aquello, todo fue mejorando poco a poco. No fue un cambio brusco, pero al menos empezaron a saludarse con un “Buenos días” todas las mañanas. Empezaron a comer o cenar juntos de vez en cuando, cuando sus horarios extraños no coincidían con las del resto de gente, y aunque al principio se pasaban la mayor parte de las comidas en silencio, con el tiempo empezaron a hablar sobre su pasado, ella en Estados Unidos y él en Noruega. Comer y cenar juntos empezó a convertirse en una costumbre, incluso rodeados de más compañeros, y Cleo comenzó a sentirse realmente a gusto ahí. De todos modos, su perspicacia le hizo notar que Ralf se comportaba de forma diferente cuando estaban en grupos grandes; se le notaba incómodo entre tanta gente. Por eso, Cleo se acostumbró a buscar alguna excusa, o a ser deliberadamente más lenta en su trabajo, para ir a comer un poco más tarde que el resto. No tuvo nunca claro si Ralf se dio cuenta de ello o no, pero lo que sí que estaba claro era que estaba mucho más comunicativo y relajado cuando estaban solos en un comedor prácticamente vacío. Allí fue cuando empezaron a conocerse mejor, cuando Cleo empezó a ver sonreír a Ralf con asiduidad y hasta cuando le oyó reír por primera vez; pudo ver por debajo de la coraza de perfecto militar y descubrir al hombre protector, irónico e idealista que se escondía debajo.

En verano, acabar el día alrededor de la hoguera en el centro del campamento pronto se convirtió en costumbre para casi todos, y Cleo y Ralf no fueron la excepción. Ahí era más fácil mezclarse con todo el mundo y Cleo disfrutaba de las charlas con todos, aunque sus noches solían acabar con ella y Ralf sentados a solas en uno de los bancos, observando el fuego y las estrellas mientras hablaban de todo en voz baja. Al principio, fue algo involuntario. Pero con el paso de las semanas, Cleo se dio cuenta de que esperaba ansiosamente ese momento con Ralf en la oscuridad. Y de que se había enamorado completamente de él, por muy absurdo que le pareciera... Y de una forma que no se parecía en nada a lo que sentía por Sam y Jack.

Nunca se había enamorado de alguien, a excepción de sus dos mejores amigos, así que durante un tiempo no supo qué hacer. Así que se dedicó a observar el comportamiento de Ralf para intentar encontrar pistas, pero solo resultó ser muy confuso. Frente a todo el mundo, Ralf no variaba su expresión de piedra pasara lo que pasara, aunque por las noches se sentaba muy cerca de ella, siempre a apenas milímetros de tocarse, y no parecía existir nada más que ellos en el mundo cuando estaban solos hablando de sus vidas.

Las dudas de Cleo se borraron de golpe cuando se besaron por primera vez, y pasaron la noche abrazados. Era imposible guardar un secreto como aquel en el campamento, y tampoco lo intentaron; de todos modos, no había nada que lo prohibiera, y Cleo ya se había ganado el suficiente respeto de todos como para que no hubiera más que unas pocas burlas aisladas, que entre los dos se encargaron de eliminar rápidamente. Tras unos pocos titubeos, porque ninguno tenía mucha experiencia en relaciones amorosas, lo suyo pronto se convirtió en una relación oficialmente. Y aunque no fue fácil, menos en las circunstancias que estaban, fue algo fuerte y muy real.

Historia extra: Tracey y Theodore discutiendo a lo grande

¡Bienvenidos a la primera entrada de la serie de “Historias extra”! A partir de ahora, os iréis encontrando de vez en cuando entradas con este encabezado, y lo que podréis encontrar en ellas será, básicamente, un pedazo de historia que, por una u otra razón, no ha cabido en el fic principal. Podrán  ser tanto pequeños spinoffs (con sus diálogos, su narración y todo lo demás), como es el caso de hoy; o bien una explicación o la historia de cómo sucedieron ciertas cosas (de una forma más detallada o específica que en las entradas de “Conociendo a…”, más generales).

Así que para la historia de hoy, vamos a tener que viajar hacia atrás: concretamente, hasta el capítulo 27 del fic: “Emergencia”. Puede que lo recordéis por ser uno de los capítulos más dramáticos hasta la fecha: Bruce viajando hasta Londres para intentar consolar a Lily, reconciliar a Theodore y Tracey (consiguiéndolo milagrosamente), y encontrándose por casualidad con Eve, lo que le llevó a más tensión y drama de lo que Bruce es capaz de digerir…

Pero centrémonos en el objetivo del viaje. La gran charla entre Theodore y Tracey, que acabó en un enfado monumental, rompió cualquier tipo de relación que hubiera entre ambos y forzó a Lily a pedir ayuda para arreglarlo… Una discusión que en el fic conocemos porque es Lily la que le cuenta a Bruce lo que previamente Tracey le había contado que había sucedido: en resumen, hay unos cuantos intermediarios por ahí, lo que hacen que fuera una escena particularmente difícil de escribir.

Pero, ¿cómo fue en realidad la discusión? ¿En directo, sin intermediarios contándolo desde su punto de vista? Si alguien tenía curiosidad, aquí tenéis el misterio resuelto…

Theodore Nott, como de costumbre, estaba leyendo en el salón cuando Tracey llegó a través de la Red Flu. Él alzó las cejas ante la repentina llegada, pero antes de que pudiera decir nada, fue Tracey quien habló:
—Theodore Nott.
—Tracey Davis—imitó él—. ¿Qué te trae por aquí?
Tracey tenía la mirada incendiada y los puños firmemente cerrados. No entendió a qué venía eso, pero ni siquiera tuvo tiempo de pensarlo.
—Theodore Nott, te quiero.
Theodore alzó las cejas de nuevo, sin comprender. ¿A qué venía eso?
—Ya—respondió sucintamente.
Pero Tracey bufó, exasperada. Por lo visto, esa no era la respuesta que quería.
—Va en serio, Theodore. Te quiero.
—Tracey…—empezó él, advirtiéndole.
No quería seguir ese camino. Sabía a dónde iba a llevar. La primera vez que se acostaron, fruto de esa tensión sexual que tenían que resolver, decidieron que nunca hablarían de sentimientos entre ellos. Porque obviamente, no iba a hacer falta. Eran simplemente amigos, y nunca pasarían de eso. Nunca, estaba claro. Se acostaban solo para cumplir con sus necesidades fisiológicas, y ya. Nunca habría nada absurdo como el amor entre ellos. Y los dos habían cumplido perfectamente con ese pacto de nada-de-sentimientos durante mucho tiempo, incluso a pesar de que Lily (e incluso Bruce) insinuase que debía haber algo más. Ellos siempre habían tenido muy claro que no había nada. Que lo único que sentían era la acción de las hormonas; algo incontrolable para los adultos jóvenes.
Por eso, era tan peligroso que Tracey llegara de golpe y le soltara eso. Llevaban así un año. Un exitoso año sin nada de hablar de unos sentimientos que no existían. No existían…
Una parte de su corazón pareció saltar ante las palabras de Tracey. Emoción. Una reacción. ¡Tracey sentía lo mismo que él! Pero el resto de su corazón y su mente se apresuró a aplastar a la otra. Claro que no quería a Tracey. ¡Menuda tontería! Solo era una amiga con la que cubría necesidades físicas. Tenía que disuadirla de que siguiera hablando…
Porque con Tracey mirándole fijamente tras decir esas palabras, la parte de su corazón aplastada por el resto se revolvía con todas sus fuerzas.
—Tracey, ¿qué?—dijo ella secamente—. No puedes impedirme que te diga lo que siento.
—Hicimos un trato—gruñó él.
—Oh, sí. Pactamos que no hablaríamos de nuestros sentimientos—dijo Tracey con ironía—. Y estoy totalmente de acuerdo. Pero ¿sabes qué? Ya no puedo aguantarlo más. Es una estupidez, y Lily tiene razón. Lo sabemos todos y ya no me da la gana seguir callándomelo. Te quiero, Theo.
La parte de Theodore que estaba aplastada quiso salir, gritar de felicidad, mostrarse al mundo y besar a Tracey en ese mismo momento. Pero toda la otra parte se esforzó inhumanamente en mantenerla recluida. Él no la quería, se repitió infinitas veces en unos solos segundos. Los sentimientos no eran para él. Él no podía querer. Y mucho menos a alguien como Tracey… Que era mestiza. Con desagradable sangre muggle corriéndole por las venas.
La parte aplastada se revolvió. "¡Mentiroso!", le gritó. Pero en lugar de darle alas, Theodore dijo:
—Por esto nunca quise que habláramos de sentimientos. Hablar de algo… Puede llevar a que exista. Entiendo que no hayas podido guardártelo más para ti, pero Tracey, yo no te quiero.
Tracey dejó de temblar y se quedó blanca como la piedra de golpe.
—Mientes—susurró Tracey, haciéndose eco de lo que le gritaba su corazón.
Quiso rendirse y decirle que estaba en lo cierto. Pero no pudo. Su mente no le dejaba. ¿Por qué? ¿Por qué no lo admitía?
Ah, sí. Su terrible y desproporcionado orgullo. Ese orgullo incapaz de aceptar que el gran Theodore Nott se había acabado enamorando perdidamente de una chica mestiza de la que había jurado que no se iba a enamorar. Un orgullo que era estúpidamente grande para su propio bien.
—¿Eso quieres creer?—dijo sin embargo con calma—Adelante entonces. Pero dime, ¿por qué debería estar enamorado de ti?
Tracey palideció aún más. No se esperaba una pregunta como esa. Un golpe tan duro. Unas palabras que indirectamente le decían que él no había visto nada por lo que valiera la pena interesarse en ella.
—Nos entendemos… Como nadie más lo hace.
Algo se removió en su interior, pero no lo demostró. En cambio, dejó que una sonrisa burlona asomara a sus labios.
—¿Crees que me entiendes? Tracey… Siento haber llegado a este punto, pero deberías saber que estás muy por debajo de mi nivel. Soy un sangrepura, y tú una simple mestiza.
Eso le dolió más que cualquier golpe. Tracey pasó del terror y la palidez al tono rojo y la rabia, y cerró de nuevo los puños con fuerza. Los ojos le brillaron con unas lágrimas que no iba a derramar delante de él.
—Nott, eres el gilipollas más grande que he conocido en mi vida—declaró con frialdad.
Y entonces, pasó por su lado empujándole con el hombro, se dirigió hacia la salida y abandonó la casa dando un sonoro portazo.
Y Theodore se quedó solo, observando en silencio las llamas del fuego que languidecía. Mientras en su interior, el odio hacia sí mismo aumentaba.
Cobarde. Era un cobarde esclavo de su orgullo. Y esclavo de una educación de la que era demasiado cobarde para apartarse.

"Eres el gilipollas más grande que has conocido, Theodore Nott" se dijo a sí mismo.”